Rayas que viajan de un lado al otro del tapiz, aparentemente sin orden ni control, movimientos sinuosos algunas veces, toscos o bruscos en otras, casi ilegibles para los ojos extranjeros de algunos. Con su apariencia inofensiva se contonean por la inmaculada pista de baile, al son del sentimiento del que maneja la batuta, pero tras ese contoneo hay más que líneas aleatorias, hay sentimientos; el dolor del silencio, la paz que se siente el director de la orquesta cuando el olor del amor roza su ser, cuando la capucha de la decepción cubre su cabeza o cuando tan solo necesita liberar su espíritu de las cintas que atajan su más profundo sentir. A todo ese conjunto de diferentes y únicas sensaciones, yo la llamo CALIGRAFÍA DECORATIVA.
Es un arte que milenarias culturas han perfeccionado con el paso de los siglos, y yo sólo con humildad toco a la puerta para poder observar, cómo se abstraen los maestros del arte. No me considero ni principiante, sólo aficionado de quinta regional, así que aquí estoy intentando aprender a escribir con un poco de elegancia, a intentar que el maravilloso arte de escribir no sea algo que la tecnología sustituya.
Después de varios intentos infructuosos, finalmente mi amiga Emma (de Maragá) me ofertó la posibilidad de asistir a un curso de caligrafía, que no era lo que yo tenía en mi cabeza, pero como dice mi mentor, me ha servido para arrancar, para ponerme los zapatos de “que no se diga que no lo intento” y en ello estoy. Ha sido el verano y las vacaciones quienes me han empujado a tantear este campo, acompañada de mis rotuladores y mis bloc, todo ello en la bolsa de Aromapi hecha por mi Carmen T (que por cierto ha paseado por toda la isla) usando cada ratito libre o de desconexión, en rallar mis hojas.
Aquí le dejo algunas fotos, de los “dibujos” que he rayado con amor.
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